Mi jilguerillo
Desde chiquito he tenido casi obsesión por los jilgueros. Eran los autóctonos más bonitos de la huerta y desde luego los que mejor cantaban. Llenos de alegres colores rojos, amarillos y negros.
Me apasionaban sus trinos y en casa casi siempre había uno que nos despertaba por las mañanas, a pesar de que en aquel momento yo le mirara con mala cara.
Les hacía trampas con las varillas de los paraguas, a la manera que me había enseñado uno de los viejos del lugar, para cogerlos vivos y no hacerles daño ni quebrarles las patitas, así que las ponía de tres en tres o de cuatro a cuatro, entre las lechugas que ya estaban florecidas y no servían para la mesa y de las que entonces brotaban las semillas que se comían los referidos jilgueros.
Tampoco quería que sufrieran en exceso, por lo que me quedaba en la casa de mis abuelos, ya deshabitada, escondido en el corredor, observando muy atento el momento en que uno de ellos se posara en la trampa para ir a cogerlo si veía que era joven o soltarlo si era viejo. Esto lo hacía porque en aquella época del año, los viejos podían estar cebando a sus polluelos, y pensando en que debían sustentar a su descendencia, después de quitarle la libertad yo se la volvía a dar, reconfortándome el hecho de después de hacer el mal, recomponerlo.
El corredor de la casa de mis abuelos es precioso. Lo recuerdo con las ristras de maíz colgadas de la baranda y donde aún hoy como entonces sigue dando el sol todo el día y se siente la calidez de la primavera y el verano y se alivian los rigores del otoño y del invierno. Tiene como visión perfecta la huerta y un poco más allá el camino, entonces casi impracticable, siempre lleno de barro y charcos y ahora limpio y asfaltado y, sin atrevimiento puedo decir, el más practicado de todo el pueblo. Al final, el cauce del rio y después el monte verde, en cuya cumbre había un árbol con cara de gato y que por desgracia, algún año, algún incendio, acabó con su efigie altiva. Se ve que al final era árbol puesto que si hubiera sido gato debería haber tenido siete vidas y podría seguir contemplando la figura del gato-árbol recortada contra el cielo.
Al jilguerillo que era joven, lo llevaba para su jaulita y los primeros días lo observaba con mucha atención y muy frecuentemente, porque si había volado mucho y había saboreado mucho la libertad, seguro que moría de pena, por lo que debía estar muy atento y pendiente del ánimo del pajarillo. En el momento en que me apercibiera que no cantaba como era debido, que se movía poco o se movía mucho, le devolvía de nuevo la libertad. Debía darle todo lo que necesitaba, incluso compañía pero sin intimidarle porque cualquier movimiento brusco, en aquellos primeros días de enjaulamiento, podían desembocar en un colapso y la muerte.
Recientemente y debido a los recuerdos que me provocaban los dichosos jilgueros, cuando compré casa nueva, compré también pájaro nuevo y lo puse en la buhardilla para que le diera el aire, librarlo del sol del verano y preservarlo de los peligros de algún gato vecino que pudiera verlo y se lo comiera.
El primer mes estuvo bien. Subía todos los días a verlo y ponerle agua y una mezcla de alpiste y algunas otras cosas que compré especialmente para su dieta. Luego barría los granos caídos, desperdigados por el suelo y de cuando en cuando le cambiaba los periódicos llenos de caca, que le había puesto a tal efecto en el suelo de la jaula. Lo había puesto al lado de mis peces, con los que llevaba conviviendo más de quince años.
En pleno verano, en la buhardilla hace un calor de mil demonios, por lo que también abría y cerraba las ventanas para que se ventilara y se refrescaran, tanto pájaro como peces.
Entre el calor y la ventilación, el agua se evapora y al cabo de un mes de contemplar al pajarillo quizás también, como la ilusión de un niño con juguete nuevo, se me olvidó ir a ver al jilguerillo. Además y también, entre las prisas de ir a trabajar al levantarse y las de ir a dormir pronto por la noche para madrugar mañana, estuve dos o tres días sin llevarle alpiste ni cambiarle el agua.
No hizo falta cambiarle el agua. Con mucha rabia, tiré el alpiste y tiré la jaula. El jilguerillo no estaba en el palo de plástico como solía, sino tirado entre los periódicos, entre la caca. El bebedero vacío, sin gota, símbolo no solo único, pero sí suficientemente expresivo, de una falta de cuidado imperdonable, y el pobrecillo frio, sin moverse, con las alitas pegadas a su cuerpecillo deshidratado. Con sus ojitos cerrados me lo dijo todo y no me pudo reprochar nada.
Si no me das tu compañía, me moriré de pena. Si no me cuidas y tienes cuidado de mi, sin asustarme, me moriré de miedo. Si no me das la humedad de tus labios, más pronto que tarde me moriré como mi jilguerillo, sediento y sin poder decirte nada. Aquí me tienes encerradito en tu jaula sin pedirte nada.
Al amor de mi vida,
Jm.
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